Según las actualizaciones de la Superintendencia de Educación, un 30% de las denuncias hasta la fecha corresponden a casos de violencia escolar. De ellas, la mayoría responde a casos de maltrato físico y psicológico entre estudiantes, situación que, en términos porcentuales, aumentó un 22% en relación a los años previos de la pandemia. Ante los hechos, distintas autoridades y especialistas en materia educativa han coincidido en que el aislamiento social producido por la pandemia ha repercutido en la práctica de habilidades socioemocionales, impactando fuertemente en la estabilidad y salud emocional de estudiantes.
Columna de opinión
04.04.2022
Por Nadia Garcés Montes
Profesora, escritora y activista.
Esta situación de violencia que para muchas personas resulta poco comprensible e inesperada, ha sido una base constante y permanente en la educación chilena, especialmente en la pública. Y, aunque parezca soberbio de afirmar, el escenario era absolutamente predecible. Bastaba con hacer una radiografía real y tangible sobre los cimientos precarios en los cuales se han levantado escuelas vulnerables para comprender con asertividad que el retorno debía ser paulatino.
Como dijo muy bien Carlos Díaz, presidente del Colegio de Profesores y Profesoras, agregando: “Esta es la punta del iceberg de una situación generalizada del sistema educativo porque son problemáticas que se han arrastrado hace años. Tenemos un sistema educativo enfermo, que no pone el foco en la educación integral para los y las estudiantes”. Ahora bien, bastante sabemos sobre lo que se debe hacer dentro de una gama teórica e incluso práctica, pero distinto es ejecutarlo de manera satisfactoria.
El principio pedagógico central es aprender haciendo. Es decir, niños, niñas y adolescentes no desarrollan la empatía escuchando un discurso catedrático sobre la importancia de esta competencia, sino con oportunidades para ponerla en práctica. Autoridades, especialistas e incluso equipos directivos han llenado de discursos en los que se les repiten a estudiantes una y otra vez que deben ser buenas personas, que pelear no hace bien o que deben preocuparse por los demás y respetarlos de acuerdo a su propia identidad (por dar unos pocos y característicos ejemplos), generando un mínimo impacto en su verdadero comportamiento. ¿Y cómo no? Si finalmente la mayoría de estas enseñanzas se quedan en simples palabras o en documentos pdf que duermen en los escritorios.
La labor urgente se encuentra centralizada en generar espacios de reflexión consciente, donde cada integrante de la comunidad educativa, incluido el equipo directivo, sean capaces de observarse y desarrollar acciones de mejoras. Donde se implementen instancias democráticas y participativas que permitan a cada integrante de la comunidad educativa desenvolverse como una persona autónoma y expresiva, sin miedo a las repercusiones sociales y emocionales que aquello pueda traer. Donde un estudiante de primer año medio, por ejemplo, no tenga miedo de enfrentar su homosexualidad puesto que dentro de su comunidad educativa existen docentes con similar orientación. Donde una niña de seis años pueda ir asistir libremente a clases con su silla de ruedas porque la directora del colegio también la utiliza. Entonces, cuando entendamos que los procesos de respeto deben ser visibilizados, transversales y honestos, podemos recién materializar los principios de una educación pública más integradora, justa y de sana convivencia.