En el último siglo, la humanidad vivió un proceso de urbanización acelerado sin precedentes. Como resultado del mismo, actualmente la mayor parte de la población del planeta habita en entornos urbanos. Si bien esto conlleva múltiples comodidades y economías de escala, también implica desventajas. Entre las desventajas de la vida urbana está el trastorno de déficit de naturaleza. Este concepto describe los efectos perjudiciales para el desarrollo psicoafectivo de niñas y niños por un insuficiente contacto con la naturaleza, y fue acuñado por Richard Louv en su libro Last child in the woods (“El último niño en el bosque”) de 2005. En él, Louv documentó la dramática reducción en el tiempo que los niños norteamericanos pasan jugando en la naturaleza, ocurrida en muy pocas generaciones, entre los años sesenta y los inicios del actual milenio, y cómo aquello incide negativamente en sus capacidades para la vida. Sin duda, en Chile hemos experimentado el mismo proceso.

Columna de opinión
18.03.2022
Por Adrián Fernández
Coordinador de Conservación y Desarrollo
Fundación Legado Chile

Si bien a muchas personas nos resulta intuitivo el que el contacto con la naturaleza es esencial para un desarrollo integral, cabe ahondar un poco en los fundamentos de esta concepción.  Nuestra especie existe como tal hace unos 300.000 años, y las primeras ciudades aparecieron recién hace unos 9.200 años. Es decir, casi toda nuestra trayectoria de adaptación evolutiva ha sido para desenvolvernos en tierras salvajes. Llevamos menos del 3% de nuestro tiempo como especie adaptándonos a la vida urbana.

A partir de esta constatación, es fácil entender la necesidad que tenemos aún hoy las y los habitantes urbanos de conectarnos con otras formas de vida, como un reflejo de dicho trasfondo evolutivo. Biofilia es un término popularizado por el científico Edward O. Wilson (1984) para describir esta atracción por, y necesidad de naturaleza que sentimos como especie.

En el actual contexto de urbanización planetaria, los espacios de naturaleza dentro de las áreas urbanas son fundamentales para suplir esta necesidad de la población. Aún más, son necesarios para que las niñas y niños puedan desarrollar el juego libre, la exploración y la capacidad de asombro. Estas son experiencias humanas fundamentales que no pueden quedar reservadas a las niñas y niños que tienen el privilegio de vivir en parcelas. En la medida que las áreas urbanas (sean densas en forma de villas, o difusas en forma de parcelaciones) se sigan expandiendo, debemos ir incorporando más espacios públicos de naturaleza al tejido urbano. Ello, sin duda requerirá matizar la absoluta preeminencia de la propiedad privada sobre el bien común, que ha regido en Chile hasta ahora. De lo contrario, estaremos replicando la distopía de la gran capital en el verde sur. ¿Seremos capaces de materializar una trayectoria distinta?

Afortunadamente, existen importantes extensiones de terreno no construidos en los márgenes e intersticios de nuestras ciudades,  con el potencial de transformarse en áreas verdes de calidad. Por ejemplo, en la ciudad de Llanquihue, el borde del río Maullín; el canal Teodosio Sarao, el Humedal los Helechos, y las quebradas Norte y Norponiente, en conjunto, suman 39 hectáreas. De habilitarse como parques urbanos, posicionarían a Llanquihue como un referente nacional de desarrollo urbano sustentable, en línea con las recomendaciones de todos los paneles de expertos, incluida la Política Nacional de Desarrollo Urbano. Ahora bien, junto con la inversión pública inicial y el gasto de mantención recurrente que requieren, se necesita un cambio cultural para que la población deje de tratar estos espacios como sitios residuales y basurales.